Repito lo que ya dije: El documental solía ser considerado un género como cualquier otro, hasta que alguien entendió que, en realidad, el documental es una manera diferente de utilizar un mismo recurso tecnológico. El cine, por definición, es un fenómeno óptico que versa sobre la ilusión de ver imágenes en movimiento. Es muy complejo entender o tratar de adivinar por qué la tendencia predominante fue la de utilizar ese recurso para narrar historias. Lo cierto es que el cine documental poco a poco ha ido delineando su propia identidad, a través de la experimentación, la prueba y el error.
Toda esta digresión se aplica al género en sí mismo. Luego, es necesario entender que el documental no es simplemente un género, sino un modo diferente de utilizar un mismo recurso tecnológico. A partir de aquí, hay que repensar el documental en sus múltiples posibilidades.
Este año el BAFICI estuvo lleno de documentales y tuve la suerte de ir a ver unos cuantos. Aunque, más allá del interés personal que puede causar el eje temático del que parte el documental, me parece que los mejores son aquellos que, exista o no exista afinidad con la premisa inicial de la que se parte, son capaces de cautivar, excitar, emocionar al espectador. Convertir el documental en una obra de arte, no es algo usual, ni sencillo.
Luego, ¿Cuánto pesa su edificio, Señor Foster? se lleva todos los laureles. Estoy seguro que, como yo, hubo varios espectadores al que el nombre de Foster, de buenas a primeras, no le dijo nada por sí solo y, sin embargo, al terminar la función, se ha sentido en presencia de algo bello, algo conmovedor.
Tal es el caso de Out of the Present, documental del que faltó decir que si hubiese habido alguna amenaza extraterrestre (real o imaginaria) era como una película de Tarkovski con música electrónica.
No quiero ni imaginarme lo de Herzog, pero esa reflexión se las debo, porque no conseguí entradas.
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