domingo, 9 de septiembre de 2012

Día de Reyes por Jotalagé



La mañana de navidad se coló en mis sueños el ruido de mis primos chicos corriendo por el piso de arriba, disfrutaban de los juguetes que les había dejado el niño dios o el gordo vestido de rojo, era difícil saber a quién respondía la imaginación de cada uno, pero el caso es que se divertían desde el amanecer. Abrí los ojos cuando alguno de los niños impactó su cabeza contra el muro y soltó el llanto. Lo primero que vi fue un pequeño ratón gris que estaba tan sorprendido como yo, él se quedó mirándome desde la mesa de luz, devoraba las orejas de un conejo de chocolate dejé a medio comer la noche anterior. Sus ojos eran casi blancos, quizá era el nieto de una rata de laboratorio, no parecía asustado o estar sosteniendo tremendo pedazo de chocolate le daba mucho valor. Los gritos de mi tía frenando la catástrofe infantil se impusieron sobre los demás ruidos y al instante siguiente el ratón dio un salto hacia atrás del librero, salió corriendo por un hoyo de la ventana que estaba precariamente tapiada con un bastidor de bolsas plásticas. Un año atrás nos habíamos mudado a la casa de mi abuela. en calidad de refugiada, mi familia fue a parar al piso de en medio de esa gran obra en construcción. La víspera navideña dio paso al día de día de reyes, se colaba el frío de los primeros días de enero, el olor a romeritos con mole y bacalao todavía se subía por los azulejos de las cocinas en el barrio de santo domingo. En esa casa uno se despertaba con el cacarear de las gallinas, los gritos de la vecina y algunas noches de fin de semana todavía se escuchaban balas perdidas.

El compromiso de volver a aquella mesa llena de gente parecida entre sí me pesaba cada vez más al calzarme las pantuflas y ponerme el suéter. los niños siempre me mantuvieron  a salvo, jugando con ellos encuentro refugio, en el lego, en las pistas de carreras, en el hornito mágico y en sus sonrisas. El rompecabezas de dos mil piezas que pidió mi primo, el más grande, me permitió cruzar pechotierra la hora de la comida. Con una mano sostenía en el plato lleno de pavo, puré de manzana y ensalada. Con la otra separaba las piezas en grupos, hojas, cortezas y lianas de la selva lacandona, así dieron las tres de la tarde. Después del banquete la abuela me mandó a guardar las ollas grandes a la covacha, ese era el castigo por no crecer, por divertirme con los chiquitos mientras los adultos se ocupaban de las cosas importantes. Tres pisos arriba, en la azotea, se respira otro aire: algo de pólvora de los cohetes, trapos secándose al sol y villancicos hechos cumbia. En el cuarto de triques el martillo viejo había quedado tieso a la mitad de su historia, el cepillo de madera del abuelo con el filo oxidado parecía lanzar un grito hacia la caja de herramientas. La tapa del baúl de madera pesaba cada uno de los años que tiene en la familia, al levantarla un enjambre de cucarachas se atropellaron saliendo entre los huecos. uno de los bichos, el más gordo, subió por la pared interna directo hacia mí, sin pensarlo solté la tapa, que al caer levantó todo el polvo turbio de secretos guardados en el fondo de esas ollas, después de la tos y el asco pude depositar los cacharros en el fondo de aquel ataúd.

Desde la planta baja el olor de chocolate con canela y del pan de naranja despertaba de nuevo a los comensales hechos unas fieras, la gente enloquecen cuando están por terminarse las fiestas religiosas. como nadie quiere que se acabe el festejo la masa de maíz les rinde mes y medio más, los tamales rellenos de salsa y carne se cocinan en un aparente punto final que llega el 2 de febrero, con la celebración de la fiesta de la candelaria. Este acontecimiento solo le abre paso a la siguiente temporada, la del carnaval. Pero en lo pagano no hay despilfarro, cesan las promociones y descuentos, así se diluye en la rutina diaria la fiesta de la carne. Ese día cortamos la rosca de reyes y como cada año entre gritos de asombro y trampas se escondía el niño dios en el pan. Con la panza rebosante mandaron a los niños a dormir una siesta, de pronto el único lugar tranquilo era frente al lavadero entre las torres de platos con restos de fruta seca y tazas con leche cuajada. Todos me preferían lejos, así los dejo tranquilos con sus lamentos, pero desde la cocina se escuchaban las novedades: que el embarazo fallido de la vecina, que la tía socorro empezó la quimio, que al abuelo de Juan le encontraron cataratas… y así se van actualizando entre todos el catálogo de las desgracias.

Exhausta y con las manos arrugadas por el agua caliente pedí disculpas para irme antes de la reunión.  Entré a mi cuarto y todo olía a fresas con chabacano, mi loción para después del baño, pero el frasquito no estaba en su lugar y yo no había entrado ahí en todo el día. Retiré las cobijas de la cama para acostarme a leer y reposar tanta comida. Justo en medio de las sábanas con la cola roja bien parada un alacrán me saludaba con su mirada de piedra. Antes de que poder gritar, escuché un sollozo que venía de otra habitación se iba acercando mi puerta. Escuché a mi prima diciendo mi nombre, ella se había ausentado antes que yo del festín pero no se disculpó. Cuando abrí la puerta mi palidez y sus ojos enrojecidos hacían un contraste de película de terror. Me jaló del brazo para conducirme por el pasillo mientras me decía: – ven un momento, necesito saber si algo de esto es tuyo –. En la habitación del fondo vivía su prometido que en realidad pasaba todo el día en la casa de ella, pero había que cuidar las apariencias, evitando a toda costa que durmieran juntos antes de la boda. lo que vi debajo del colchón de Rodolfo fue una broma macabra, un rompecabezas de prendas intimas y no tanto, todas mías y despidiendo ese olor de fresa con chabacano. Cada una con rastros de semen, más o menos fresco.

Recordé las palabras de la abuela maría sobre los bichos rastreros, ellos vienen para advertirnos o protegernos de problemas con lo íntimo de las mujeres. Los ojos de mi prima se convirtieron en la cola del alacrán, quería hacerme daño, dijo que nunca me perdonaría y que deseaba con todas sus fuerzas verme muerta. Cuando creí que era el colmo de lo que podía ver y escuchar,  mientras en el piso de abajo las tías canturreaban los éxitos rancheros del desamor, entraba por el pasillo Rodolfo. Los puños se me cerraron, la piel se me erizó y tras una respiración profunda sentí desde los pies el impulso necesario para despedazar a ese asqueroso. La morena celosa se adelanto a frenar mi golpe – ¡éste es mi problema, sal de aquí!– dijo como una fiera.  el prometido no atinó más que a esconder la cabeza detrás de ella y dar la vuelta atado a su espalda mientras ambos giraban abriéndome el paso hacia afuera.

Esa noche me refugié en el ponche de frutas y en el sueño abismal que provoca el vino caliente. Ni un rastro de alacrán o cualquier otro bicho al otro día. Por primera vez en la vida, hablé con mesura y calma. a las tías y a la abuela les relate el episodio avergonzada, como siempre nadie quería escuchar, y mucho menos de mi boca, tal desastre familiar. Cada uno hizo lo suyo para minimizar el suceso y no herir la susceptibilidad de la novia que se ha ido inflando conforme se acerca la boda. Hoy volvemos a nuestra casa, la mala racha que nos hizo refugiarnos en la casa de la gran familia no ha terminado, pero ya fue suficiente de tanto amor que desbordan esas ollas de guisos infinitos. 

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